miércoles, 8 de abril de 2015

Reseña de Helio, en la Revista Quimera

 
Solo sirve el arrojo

Sobre Ariadna G. García, Helio, Barcelona, La Garúa, 2014. 




Por Francisco José Martínez Morán


SIN DUDA fue 2014 un año lleno de alegrías para Ariadna G. García (Madrid, 1977) y sus lectores, que somos ya, tras tantos años de magnífica poesía, multitud: por un lado Baile del Sol publicaba Inercia, su primera novela; por otro, Helio (el libro que aquí nos ocupa, editado con el habitual preciosismo de La Garúa) confirmaba, aun habiendo sido redactado con anterioridad, la sólida estela del memorable La Guerra de Invierno (Hiperión), sin duda, una de los mejores obras de 2013.

Helio es una radiografía, al mismo tiempo juguetona y severa, del amor. Las dos primeras secciones del libro, «Naturaleza mística» y «Elegías» abren los caminos que Ariadna G. García transitará a lo largo de todo el poemario: el amor, tangible resultado químico de la carne y el alma compartidas, sobrepasa y vence las barreras de la vida, porque es, él mismo, el núcleo de la naturaleza. Así, en la segunda parte de «Poema hacia Dublín»: «El amor es mi peso. Esto que abrazas / no es un cuerpo, es la brisa / que esparce la simiente de las rosas. / El amor es mi peso, y me acompaña / donde quiera que voy.» (p. 17). El amor, por ende, es el patrón que rige el conocimiento; en la conclusión de «Mística del cuerpo» leemos: «Estas calles me importan porque un día / tú pasaste por ellas» (p. 14), en paralelo a la advertencia del fragmento inicial de «Poema hacia Dublín»: «Pero primero habrás de conocerme. / Y para conocerme has de arriesgarte.» (p. 16). Las cinco elegías siguientes constituyen una serena expresión del dolor de ausencia, a la manera exacta de los maestro clásicos del género. Sin desgarro superficial, sin dramatismos rayanos en el aspaviento: «[...] un esplendor sencillo, / nos regaba por dentro / y ni te diste cuenta.» (en «Quinta elegía», p. 30).


Por su lado, a lo largo de «Lienzo expresionista», de arrolladora plasticidad visual, y «El deshielo», en el que retoma todavía con mayor potencia Ariadna G. García el motivo del viaje revelador, los colores se convierten en la referencia de un mundo transitorio que solo encuentra asidero firme en el amor: «Lo único constante de mi vida es el cambio.» («Un trazo verde esmeralda», p.35), «Nada queda de ti en lo que tocas.» («Un segundo trazo verde esmeralda», p. 37), pero asimismo, como redención incontestable, «Grandeza en las pupilas / y en el alma. / Eternidad / contigo.» («Wadi Rum», p. 51).Puede parecer, a simple vista, que la quinta parte del libro («Historia de un derecho»), por tratar temas de candente actualidad social, se aleja de la temática general de la colección, pero no es así, ni mucho menos. El amor estructura, en forma de solidaridad, la justicia entre los hombres: por amor debe ser denunciada toda discriminación medievalizante («La venda púrpura»), por amor es necesario conservar y renovar la voz común («Democracia»), por amor la ley y la costumbre han de servir de alas a la libertad y nunca, en ningún caso, convertirse en su mordaza («El cuerpo y el lenguaje» y «El Constitucional», un prodigioso soneto a la Siglo de Oro, construido a su vez a base de rupturas versales contemporáneas). La «Poética» que cierra el libro (p. 67) resume de un modo meridiano las páginas precedentes: «Lo que fuimos y somos, / como le ocurre al helio, nos conforma. / La realidad pervive en dos estados / que no son excluyentes.»

Jorge Riechmann elabora en el epílogo, al hilo de la poesía amorosa que con tanto oficio Ariadna G. García despliega en Helio, un breve pero hermosísimo tratado erotológico que se funda en la misma premisa que subyace en el poemario entero: «Lo que vale en la vida, lo único que da sentido y valor a ésta, es el amor.» (p. 73). A continuación Riechmann (con Claudio Rodríguez, Emmanuel Levinas y Juan de Yepes en el sustrato de su reflexión) liga con sutil agudeza helio, amor y vuelo: «Enamorarse es volar [...]; amar es no dejar caer. Esto exige menos fuego, pero mucho más músculo y constancia. Es la verdadera prueba» (ibídem); y acierta de pleno al delinear admirablemente, en una sola oración, la propuesta epistemológica del libro: «Ariadna aprende, desaprende y vuelve a aprender en estos poemas.» (p. 74).

En definitiva, Helio propone el descubrimiento de lo compartido, y se eleva, sin estridencias pero con inquebrantable arrojo, desde la tradición hasta el hallazgo. Que otros, los timoratos y los grises, experimenten con la gaseosa de lo insípido: los curiosos vocacionales, fulgurantes por definición, no pueden evitar jugarse la existencia en la exploración de los temas cruciales.


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